Tradúceme.

miércoles, 15 de abril de 2015

La abuela Dolores.

La abuela Dolores no sabía leer ni escribir. Nunca se lo dijo a nadie. A lo largo de sus muchos años siempre se las arregló para no confesar que era analfabeta.
Dolores nació en un cortijo a principios del siglo pasado. Fue la pequeña de cinco hermanas, y su padre, al no tener varones no creyó de utilidad gastar dinero en un maestro. En aquellos tiempos los había que recorrían los campos, enseñando a los hombres de la casa a cambio de una comida caliente y algunos reales. Fue su  madre quien le enseñó lo poco que sabía. Cosas prácticas como a hacer cuentas con los dedos, para que no la engañaran si la enviaban a comprar algo al pueblo. Era una niña despierta, con unos preciosos ojos azules y una espesa melena oscura, que su madre recogía en una apretada trenza. En su casa, como en algunas otras, tenían una Biblia. La ponían encima de la mesa el día que el cura iba de visita. Por allí iban poco a misa, sólo había tiempo para trabajar. Pero el sacerdote gustaba de los guisos, que con la gallina más gorda, preparaba el día de visita la madre de Dolores. Ella solía mirar el libro curiosa, con sus pastas de cartón y las grandes letras que un día fueron doradas. Aunque por la mala calidad del ejemplar hacía tiempo que habían perdido el brillo. Miraba entre sus páginas aquella fila de letras, pequeñas, apretadas, y se quedaba maravillada cuando el cura leía un párrafo en voz alta. Siempre preguntaba a su padre que decía aquí o allá, pero éste, que tampoco era muy ducho con las letras, le daba largas diciéndole “nada que te interese mocosa, anda a ayudar a tu madre”. En su interior Dolores, se prometía que algún día... sí, algún día...
Sus hermanas se fueron casando cuando les fue llegando la edad. Ella lo hizo con tan sólo diecinueve años. Su marido, Antonio, no era mas que un jornalero que tenía arrendadas unas tierras cerca de donde vivía Dolores. No disfrutaría mucho de su vida de recién casada.
Corría el año 1936 y la Guerra Civil estaba a punto de comenzar. Las noticias que llegaban de Málaga eran alarmantes, pero al principio nadie temió que todo aquello llegase hasta aquel lugar en mitad de la Sierra de Ronda. Una noche su hermana mayor y su cuñado, llamaron a la puerta. Dolores estaba en camisón, acababa de saber que estaba embarazada y no se encontraba demasiado bien. Tenían que salir de allí lo antes posible. Los militares habían llegado al pueblo y se decía que habían fusilado a algunos hombres en la puerta del cementerio. Dolores oía hablar de “rojos” y “de los nuestros”, pero no sabía muy bien a que bando pertenecían ellos. Su marido, que el año anterior había acudido a algunas reuniones de aquellas que eran “cosas de hombres”, se asustó mucho. Hizo un hatillo con las pocas cosas que tenía, metieron algo de comer en unas alforjas que Antonio se echó a la espalda, y salieron en mitad de la noche. Pasaron días caminando. Encontraron a muchos que huían como ellos, los caminos estaban de llenos de mujeres, niños y  ancianos. Los hombres más jóvenes, como Antonio, se alistaban o eran reclutados a la fuerza. Ella nunca supo que mano divina los protegió a ella y a su bebe. Sufrieron toda clase de calamidades, el frío y el hambre fueron sus compañeros de viaje. Siempre guiados por el temor de los que iban encontrando que les decían “no vayáis por ahí, ayer mataron niños allí” o cosas como “han violado a las monjas del convento en aquel pueblo”. Su larga caminata la llevaría hasta tierras de Levante donde nacería su primer hijo, Miguel. Antonio tuvo que ir a la guerra. Se quedó sola con su pequeño, en una tierra desconocida y con una gente que no era la suya. Estuvo allí hasta que Antonio volvió sano y salvo. Ella había algunas de las cartas que él le envió, pero jamás supo que decía en ellas, ni pudo contestarlas. Las extraviaría en el largo camino de vuelta a su tierra.
Encontraron su casa en ruinas, alguien le prendió fuego con todo lo que contenía. Se instalaron con los padres de Dolores que habían sobrevivido de milagro. Nada se sabía de sus hermanas ni de sus cuñados. Lo más angustioso fue que para cuando estalló la guerra Dolores tenía dos sobrinos, de los que tampoco había noticias. Jamás volverían a saber nada de ninguno de ellos. Sólo chismes y rumores que contaban las comadres, cuando se reunían en los corrillos del pueblo.
Después de Miguel Dolores tuvo cinco hijos más, todas hembras, menos uno, el más pequeño, que habría llevado el nombre de Antonio pero que nació muerto. Cuando llegó la edad en que Miguel debía ir al colegio su padre se negó. Lo necesitaba para arar, sembrar, segar... o lo que en aquel momento se precisara en el campo. Dolores, insistió en que su hijo, y algo más tarde, todas sus hijas fueran al colegio. Haciendo ella un sobresfuerzo para suplir con su ayuda la que no podrían prestar sus hijos. Nunca podían asistir el curso entero y para ir tenían que caminar varios kilómetros. Pero Dolores sonreía orgullosa cuando los oía leer. No consintió que abandonaran la escuela hasta no haber aprendido lo que en aquel entonces podía considerarse suficiente. Leían, escribían, sumaban, restaban y se defendían con todo lo demás. Sólo Miguel demostró tener dotes para estudiar, y sólo él, tuvo después uno de aquellos maestros que como en la época de Dolores recorría los caminos. Miguel era como ella, curioso y siempre deseando aprender. Antonio no tardó mucho en  dejar de pagar al maestro y las clases se acabaron. Terminando asi con los sueños del muchacho, y con los de su madre, a la que le habría gustado que su hijo fuese maestro, y así ella, algún día, también podría aprender.
La vida no fue fácil para Dolores que enviudó pronto.  Antonio no le dejó más que deudas y bocas que alimentar. Miguel tuvo que ir a trabajar los campos de otro por un mísero sueldo. Dolores, ayudada por sus hijas, que eran aun pequeñas, llevaba las pocas tierras que quedaron  y no tuvieron que vender para pagar el entierro.
 Unos pocos años más tarde también tendrían que deshacerse de la casa, que había sido de sus padres,  para marcharse a vivir al pueblo. Dolores no se achicaba con facilidad. Quizás no pudiera poner su firma en un papel, y se avergonzaba de ello, pero haría lo que fuese por sus hijos. Trabajó día y noche sin descanso. Miguel la ayudaba con un poco de dinero que nunca era suficiente. Sus hijas crecieron y poco a poco comenzaron a hacer sus propias vidas. Ella siempre las animó a luchar por sus sueños y a que escogieran su camino. Además de Miguel, sólo Isabel, la más pequeña seguía viviendo con ella.
A mediados de los sesenta Miguel se marchó a Francia. Le hablaron de que allí podía ganarse bien la vida, ahorrar para comprar unas tierras y volver a trabajar en el campo, pero esta vez siendo el amo. Sólo serían unos años, eso le dijo a su madre. Una mañana de Enero Dolores acompañó a su primogénito a la estación. Era la primera vez que “su niño” que ya tenía más de treinta años, no dormiría bajo su techo. Se marchó con la promesa de escribir cada semana para contar a su madre como le iban las cosas. Durante dos años, cumplió su promesa. Dolores recibía las cartas, las abría, recorría con la yema de los dedos aquellas letras que le escribía su hijo, y por un instante, era como tenerlo de nuevo en casa
Un día las cartas dejaron de llegar. El instinto de madre le dijo que algo no estaba bien. Fue en busca de las familias de los que se marcharon con él, pero nadie sabía nada. Algunos le dijeron que no se preocupara, quizás tenía una novia y eso le había hecho perder el contacto. Pero ella sabía que “su niño” no le faltaría a una promesa así porque sí. Sin saber que hacer se fue al Ayuntamiento, alguien habría allí que pudiera hacer algo. Y como en todas partes hay gente buena, hubo quien la escuchó. Pedro,  un secretario que acabaría casándose con su hija pequeña, Isabel. El muchacho, consiguió hablar por teléfono con el consulado de Francia en Madrid. Allí, y con los pocos datos que Dolores les facilitó, prometieron averiguar que sucedía con Miguel.
Un mes más tarde, Pedro recibió una carta en el Ayuntamiento. Estaba en francés y tuvieron que recurrir a uno de los pocos profesores que de esa lengua había en el pueblo.
Las noticias no podían ser peores, Miguel había muerto meses atrás. Al parecer el joven enfermó, y lo que en un principio parecía un simple resfriado se había ido complicando hasta ser una neumonía que resulto mortal. Al parecer escribió a su madre hasta el último instante. En una de sus misivas le pedía que fuese a verlo porque temía no recuperarse. Esto lo supieron por un médico, hijo de españoles, que aunque prometió avisar a su madre si le pasaba algo dijo “sentir mucho haber olvidado el caso”, y pedía perdón en la carta.
Dolores corrió a su casa llorando sin consuelo. Sacó del cajón donde las guardaba todas las cartas de su hijo. Repasó las últimas y vio que las letras eran más endebles, como si le fallara el pulso. La preciosa letra de su hijo quiso decirle algo y ella... no supo leerlo.
“Su niño” había muerto solo en un país extranjero, rodeado de extraños, sin el calor ni el consuelo de su madre. Nadie había acudido a su entierro y nadie llevaba flores a su tumba. Dolores, desgarrada por el dolor de su perdida, no encontraba alivio. Pedro y algunos otros, reunieron el dinero suficiente para que fuese a ver por última vez a su hijo, Isabel la acompañaría.
Dolores apenas recordaría nada de lo que vio en aquel viaje. Ni los campos verdes, ni los hermosos paisajes que recorrió. Sólo pensaba en ver a su hijo, aunque lo único que vería sería una lápida. No era más que un rectángulo de piedra gris, con una inscripción que su hija Isabel leyó. “Miguel González Pérez, 33 años”. Recorrió una y otra vez con la yema de los dedos las letras que componían el nombre de su hijo, tal y como solía hacer con las cartas. Entre lágrimas le pidió perdón una y mil veces por no acudir en su ayuda, por no saber ver, por no saber leer. Nada ni nadie podía consolarla, ninguna madre debía sobrevivir a un su hijo, repetía cuando alguien intentaba darle ánimos.
Dolores se vistió de negro cuando murió su hijo, y nunca más se quitó el luto. Un luto y un recuerdo que la acompañó a  todos  los acontecimientos que se fueron sucediendo en la gran familia que había formado. Las bodas de sus hijas, los bautizos de sus nietos, las primeras comuniones...  y siempre decía “a Miguel le habría gustado mucho ver esto”.
 Pasaba el tiempo en su casa, envejeciendo, su hermosa melena negra se tornó blanca como la nieve, se recogía el pelo en un moño que cada día era más pequeño. Sus hermosos ojos azules se rodearon de un sin fin de diminutas arrugas. Sentía que ya nadie la necesitaba, había luchado mucho, trabajado hasta quedarse sin fuerzas, ahora ya no la necesitaban. Pero aún le quedaban algunas cosas pendientes...
 Hace cosa de un año la abuela Dolores, con sus casi noventa años, estaba escuchando la radio. Y para mi sorpresa dijo:
- Niña, mañana me acompañas a la Casa de la Cultura, que dicen que van a dar clases para los mayores. Tú ven conmigo por si hay que rellenar algún papel, que ya sabes que veo poco.
No le dije ni que si, ni que no, pensando que al día siguiente no se acordaría. Pero por la mañana bien temprano la abuela Dolores estaba esperándome, con el moño más apretado que nunca y la toquilla nueva que le había regalado para su santo.
Caminó por la calle cogida de mi brazo como hacía siempre, con paso lento pero seguro. Era una mujer fuerte a pesar de los achaques propios de su edad. Y aunque estaba “muy gastada” como ella misma decía, aquella mañana  se había levantado con unos ánimos totalmente nuevos.
Rellené los impresos y en una semana, la abuela Dolores comenzaba sus clases. Fue una alumna aplicada que usó las cartillas que yo tenía guardadas de cuando iba a párvulos. En pocos meses leía sus primeras frases y escribía, despacio, y esforzándose por hacer una bonita letra. Al terminar el curso, la profesora quiso que leyera un libro. Algo sencillo, nada complicado dado su edad y sus, en realidad, pocos conocimientos de lectura. Fui a recogerla para acompañarla a casa y estaba manteniendo esta conversación con su maestra.
- Bien Dolores, espero tenerla aquí el curso que viene. Me gustaría que leyese algo en las vacaciones, quizás alguno de los libros que hemos comenzado en clase y...
- No hace falta señorita- dijo la abuela Dolores interrumpiéndola- si no me he muerto vendré, tengo mucho que aprender y llevo un poco de retraso. En cuanto a la lectura, tengo en casa algo que llevo muchos años queriendo leer, tengo para todo el verano. Son dos años de una vida que un día me perdí.
Todas las mañanas la abuela Dolores se sentaba junto a la ventana donde el sol iluminaba con fuerza. Iba sacando de una vieja lata de galletas unas cartas amarillentas. Desdoblaba el papel con cuidado y repasaba las letras una a una con las yemas de los dedos, pero esta vez, sabiendo lo que decían. Leía despacio, la bonita letra de Miguel. Cuando no conocía alguna palabra me llamaba para que se lo aclarase. Lo que más le gustaba era leerme en voz alta algún párrafo. Solía mirarla sin que se diese cuenta, sonreía y lloraba casi a la vez. Después, a lo largo del día, me hablaba con detalle, de lo que aquel día le había contado Miguel.
Decía que ya podía morirse tranquila, que su hijo le pedía en una de sus cartas, que fuese a verlo, que se moría sin verla otra vez. Se lamentaba de su tardanza en aprender a leer, de niña no pudo, y cuando fue una mujer no se permitió del lujo de dejar de trabajar un instante, todo su tiempo fue para su familia y nada para ella.
Murió a finales de verano, en las mismas fechas que el tío Miguel. La encontré sentada junto a la ventana con su última carta en la mano, y el rostro bañado en las lágrimas que de nuevo no pudo contener.
Cuando visito su tumba, recorro con la yema de los dedos su nombre, como ella hacía con las palabras de su hijo. Y puedo sentir que de nuevo pasea de mi brazo camino del colegio, para cumplir por fin uno de sus sueños. Sé lo mucho que la abuela Dolores disfrutaría leyendo estas palabras, aunque llorase como yo al llegar a este punto.
Yo llevo su nombre, soy hija de su hija Isabel, la más pequeña.
Orgullosa de ser nieta, de la abuela Dolores.