Tradúceme.

viernes, 28 de abril de 2017

Mío...

Te quiero mío, sí, así, como suena. Mío con egoísmo, aunque me tachen de celosa y posesiva. Mío sin compartirte con nada ni con nadie. Míos los latidos de tu corazón, mías cada una de tus miradas y tus sonrisas. Mío cada vez que respires. Mías todas las palabras de amor que pronuncies. Míos tus pensamientos. Míos cada uno de tus días, y cada una de tus noches. Míos tus sueños, tus anhelos, tus deseos más lujuriosos. Mía tu piel y tu boca. Míos cada uno de tus gemidos, cada grito de placer que sea capaz de arrancarte. Mío hasta ser yo quien te posea. Mío dentro de mí. Mía tu pasión cuando se desborda. Mía tu esencia cuando se derrama.  Mío para poder decir a todo el mundo que lo eres. Mío porque tú quieras serlo. Mío porque no concibo otra manera de amarte, porque no concibas ser de otra. Mío sin pausas, sin esperas, sin paréntesis, sin fingimientos.
Mío, tan mío, que solo pienses en que yo sea tuya...

sábado, 22 de abril de 2017

Almas...

Cuando mi alma encontró a la tuya, ya le habías entregado tu vida a alguien que no era yo. Sin embargo se reconocieron, en cuanto tus ojos se vieron en los míos. Miramos el uno en el otro, y nuestras almas, se sonrieron. Ellas comenzaron a amarse mucho antes de nuestro primer beso, mucho antes de que fuésemos capaz de pronunciar nuestro primer te quiero. No íbamos a ser el uno del otro, nunca, eso pensamos. Pero esa palabra significaba esperar una vida entera, acabar esta, y esperar a encontrarnos en una nueva. Demasiado tiempo, cuando se ama, y se vive, ahora. Y ese destino que dice que acerca mundos cuando dos almas están destinadas a unirse, se empeñaba una y otra vez en mantenernos juntos. Llevarle la contraria resultaba inútil. Querer contrariar al sentimiento que nos unía, querer entender las razones del amor, era casi imposible. Porque las cuestiones del corazón solo él las razona, y discutir con quien posee una lógica aplastante es un caso perdido. Cuando el amor tomó las riendas y nuestras almas se tocaron,  no hubo vuelta atrás. Aunque no éramos el uno del otro, nos pertenecíamos. Tan solo en ese breve espacio de en el que el reloj parece detenerse. El segundero avanza pero las agujas están casi inmóviles, hasta que oyes el sonido de un nuevo minuto. Ese efímero instante, ese fugaz paréntesis en el que el destino se cumple. Esa brevedad eterna en el que almas y cuerpos se unen, y son aquello para los que fueron creados, para amarse.
Puedo vivir así, sin que parezca que te tengo, tan solo un minuto arrancado al tiempo sin que nadie se de cuenta, porque mi alma sigue amando a la tuya el resto de las horas. No sé en cuántas vidas atrás he sido tuya, pero sé que no es la primera vez que te amo y me amas. Lo veo en tus ojos, en tu sonrisa, lo siento en cada una de tus caricias. Lo noto en el vacío que se hace en mi pecho cada vez que te alejas. Lo sé, porque hasta que no llegaste tú me sabía incompleta.
Y en las que nos queden por vivir, por renacer, solo espero amor mío...que tu alma y la mía, se encuentren antes...

sábado, 15 de abril de 2017

Despacio.

Tengo tanta hambre, tanta, de ti...tanta, que temo querer devorarte cuando te tenga a mi alcance, en lugar de saborearte. No dejes que quiera atiborrarme de tus besos, pídeme que pare, que vaya poco a poco. Haz que los deguste uno a uno, que no me pierda ni un solo matiz de su sabor, de tu sabor.  No quiero que la premura por tenerte haga que pase por alto algún rincón de tu cuerpo. Que la prisa por amarte haga que no acaricie algún centímetro de tu piel. Que mis dedos no te dibujen al completo. Quiero ser marea que sube lento, hasta inundarte, cubrirte por entero. Quiero que mis caricias hagan de ti una roca, para que el agua de mi deseo la empape y la venza. Que te deshagas en mí, que te rindas a mi, y que no quieras abandonar nunca el refugio que te ofrece mí cuerpo. Quiero parar el tiempo con el primer beso, y que tú me pidas que sea así para siempre. Dar sentido a todas las frases hechas, ser uno, fundirse, respirarse, complementarse...
Quiero hacerlo, despacio...lo que quiero...es hacerte el amor...

sábado, 8 de abril de 2017

¿Te beso?

Hago planes, para robarte un beso, para prevenirte de el hecho de que voy a besarte, o cogerte desprevenido. Planes, porque no sé si suplicarte que me des lo que mis sentimientos me hacen necesitar, o esperar a que seas tú quién quiera dármelo. Mantengo conversaciones en las que solo hablo yo,  en unas estás de acuerdo, en otras no. Disientes de la manera, de mi forma de conseguir lo que anhelo, o aceptas con una sonrisa mi atrevimiento. Imagino la escena de mil maneras, o de dos mil, y tan solo en unas pocas todo acaba en un rechazo. Sueño, con sentir que tus brazos me rodean y que ese simple beso, se convierte en el primero de muchos. Luego pienso que estoy aquí, a un escaso par de metros de ti. Que tú no me miras, que no me ves. Que lo que gritan mis ojos no llegará jamás a tu corazón, porque ni lees, ni oyes, mi mirada. Porque tus ojos nunca se quedan enganchados de los míos el tiempo suficiente. Deshago mis planes porque me he ido a enamorar de un imposible. Y entonces observo tu sonrisa mientras hablas con otra. Veo como se curvan tus labios, como se humedecen, y no puedo evitar reflexionar de nuevo sobre la posibilidad de sentirlos sobre los míos. 
Y otra vez...hago planes...

lunes, 3 de abril de 2017

El espejo de las sirenas.

Decían que estaba loca, y hubo un tiempo en que temí heredar aquella locura, ahora sé, que eso no era lo peor que podía pasarme.
El espejo está en el primer recuerdo que guardo de ella. La niña que era entonces la miraba con curiosidad, sentada delante de aquel fascinante mueble de caoba magníficamente tallado. Una concha de la que parecía que en cualquier momento fuese a surgir Venus, adornaba la parte superior. Y una hermosa caracola a la que daban ganas de pegar la oreja para oír el mar, la inferior. Dos sirenas lo sostenían con gracia sobre el tocador, mostrando sus encantos más femeninos. Hermosos pechos, redondos y de pezones empinados, y largas melenas que se perdían en el mar. Y también su parte mítica, colas enroscadas en las rocas llenas de brillantes escamas. La abuela pasaba las horas muertas contemplando su imagen en él. Solía llevar puesta una de sus muchas batas de seda, siempre con escarpines a juego. Cuando me descubría mirándola, me llamaba sin volver la cabeza, fijando su mirada en la mía a través del espejo. Me acercaba tímida, ella me sentaba sobre sus rodillas y me peinaba. Decía que yo tenía el cabello como las sirenas, que debía adornarlo con perlas y estrellas de mar. Colocaba con cuidado peinecillos, horquillas y alfileres con las cabezas de color, completando mi sofisticado peinado de sirena. Hasta que oíamos como mi madre me llamaba buscándome por todas partes.
— Algún día será tuyo— decía la abuela.
— ¿El espejo de las sirenas abuela?
—Sí, podrás ser quien quieras, quien eres de verdad,  cuando te mires en él. Solo tienes que desearlo. Desearlo con fuerza.
Seguía siendo una niña cuando dejé de verla, cuando su enfermedad me alejo de ella. No sé cuando murió, a los niños no se les informaba de esas cuestiones, solo aprendíamos a vivir con la ausencia de aquellos a quienes habíamos querido.
La vieja casa de la abuela iba a venderse. Mi madre como única heredera llevaba años pensándolo, pero nunca acababa de tomar la decisión. Un comprador venido de lejos, como salido de una película de los años cincuenta, trajeado y con un finísimo bigote, estaba muy interesado en la propiedad. Exquisitamente educado, tenia encandilada a mi madre de tal manera que a punto estuvo de vender también el espejo de las sirenas. Tuve que recurrir a mis pobres dotes de persuasión para convencer a mi madre, y a su galán de cine, de que me dejasen quedármelo.
Hacía años que no entraba en aquella casa, el polvo y los recuerdos de mi niñez salieron a recibirme. La vieja y oscura llave de latón giró en la cerradura como si esta estuviese perfectamente engrasada. En el aire aún parecía flotar, mezclado con el olor a humedad de las habitaciones cerradas, el perfume de la abuela. Jazmines, siempre jazmines, quizá eso explica por qué también es mi favorito, aunque nunca he conseguido que mi piel huela como la de ella. Cerré los ojos, y me dejé llevar por la memoria. La niña que era entonces corría por aquellos largos pasillos, y la abuela me llamaba para merendar.
— ¡Ven aquí niña! — me llamaba.
— ¡Voy corriendo! —contestaba yo
— ¡Si no te das prisas se enfriaran las magdalenas!
Magdalenas, recién hechas, dulces y esponjosas, siempre con chocolate muy espeso.
El recuerdo me hizo sonreír y mi primera visita fue a la cocina. Allí estaba la anticuada cocina de carbón en la que guisaba la abuela. Las sartenes no colgaban ya del techo, estaban colocadas formando una pila dentro de una roída caja de madera. Una espesa capa de suciedad lo cubría todo. Abrí la ventana y la luz hizo aún más desoladora la que en otra época fuese una cálida habitación. En el salón me esperaban los muebles cubiertos con sabanas, blancas mortajas que fui arrancando una a una, devolviendo sillones, sillas, mesas, aparadores, y cuadros a la vida. El sol entraba a raudales por las ventanas de carcomidos dinteles y descascarilladas persianas. Las había abierto correteando de unas a otras, como cuando era niña, en mi afán de reanimar aquel edificio moribundo. En el patio trasero no había más que matojos, enormes hierbajos secos que empezaban de nuevo a brotar con la reciente primavera. La abuela solía mirar las flores desde  la ventana de su habitación, miré hacia arriba como si ella pudiese verme allí abajo. Había vuelto a casa, después de muchísimos años, deje allí a la abuela, a la única persona que sentía que había sido capaz de quererme. Me quería tal y como era, con todas mis rarezas. Subí corriendo las ennegrecidas escaleras de mármol, ensuciándome las manos con el polvoriento pasamano. Abrí con cuidado la puerta, miré a hurtadillas, tímida como en aquel entonces, pero la abuela no estaba sentada delante de su espejo.
La habitación estaba a oscuras. Busqué a tientas el interruptor, pero la lámpara se negó a funcionar. Sabía de memoria donde estaban los muebles. Extendí los brazos para no tropezar en la penumbra, primero la mecedora, después el baúl a los pies de la cama, a la derecha el armario y su lado la ventana. Me costó un poco abrir los postigos de madera y enrollar las decrepitas persianas. Al igual que las del salón aparecían llenas de escamas, como viejas serpientes incapaces de mudar aquella piel de reseco barniz. El sol iluminó con fuerza lo que me rodeaba. Los muebles allí no estaban cubiertos, y el polvo había invadido hasta el último rincón. Mis ojos, una vez acostumbrados a la luz, buscaron rápidamente el espejo de la abuela. Allí estaba, justo donde lo recordaba, en el fondo de la habitación, seguía teniendo un aspecto imponente. El rojo intenso de la caoba se esforzaba por brillar debajo de la espesa capa de polvo que lo tapaba. No lo pensé dos veces y salí a buscar algo para limpiarlo, quería ver si era tal y como lo recordaba.
Bajé y subí las escaleras todo lo deprisa que pude arrastrando tras de mí una polvorienta sábana. Tosía y me faltaba el aire cuando me detuve de nuevo delante del espejo. Quitar el polvo con algo que está lleno de él, no fue tarea fácil. Solo lo conseguí a medias, lo suficiente para ver de nuevo mi imagen reflejada, para mirarme a los ojos en él. El espejo de las sirenas, el que conseguiría que yo fuese, aquella que de verdad quería ser…